Archivo de 27 de enero de 2010

de tripas corazón

Una semana después del entierro de Liam, observo el cuerpo de mi marido. Dormido. Vivo. Necesito verlo entero. Es una noche cálida. Retiro rápidamente las mantas y él se mueve y enseguida vuelve a quedarse quieto.
Tom está triste mientras duerme. Tiene las manos juntas bajo la barbilla. Sus piernas son tan largas y recias que, más que doblarse, parecen partirse a la altura de la rodilla. El hueco bajo las costillas asciende levemente hacia una barriga pequeña, y el cojín del escroto descansa en la V de sus muslos. Tiene la piel muy blanca.
Recuerdo haber hecho el amor con este cuerpo: una nube de vello alrededor del puente del pene, cuando lo miraba desde arriba; la pequeña bóveda de la axila, como una nave sin iglesia, cuando lo miraba desde abajo. Eso fue en los primeros tiempos, cuando nunca nos saciábamos el uno del otro y él seguía una línea de lunares alrededor de mi cuerpo, haciéndome rodar mientras avanzaba, hasta que yo caía de la cama al suelo.
Recuerdo el tamaño y la firmeza de sus clavículas bajo la camisa una noche de lluvia, en los primerísimos días, cuando no se trataba tanto de hacer el amor como de matar al otro o dejarse matar.
Y ahora está aquí, en nuestra cama, vivo todavía. El aire entra y sale de sus pulmones. Las uñas de los pies le crecen. Sus cabellos encanecen en silencio.
La última vez que lo toqué fue la noche del velatorio de Liam. No sé qué me pasa desde entonces, pero ya no creo en el cuerpo de mi marido.

Anne Enright, «El encuentro«, Lumen, 2009.


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